La seño Susana: La maestra más querida de Sahagún

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La idea de escribir esta crónica surgió el mismo día del cumpleaños de la seño Susana. Ella había alcanzado la edad de pensión diez años atrás, pero continuó trabajando consagradamente en la sede San Roque de la Institución Educativa Andrés Rodríguez B. a la espera de cumplir sesenta y cinco años. Con esa edad, y por fuerza de ley, debía retirarse de sus funciones como maestra de escuela primaria. Esto ocurrió el pasado quince de septiembre. Ese día, además de la celebración por su cumpleaños, se le rindió homenaje por su retiro del colegio. La celebración por la vida, el adiós de la maestra.

Hechos como estos suelen ocurrir todos los días en Colombia. ¿Qué puede haber de especial en el retiro de un docente? En Colombia nos hemos acostumbrados a hablar de las grandes cosas, de los grandes personajes. Lo cotidiano —por cotidiano— lo descartamos de inmediato. Y cuando de maestros se trata, esto aplica a cabalidad.

La profesión más desdeñada en Colombia es la docencia. Si bien el magisterio colombiano ha luchado por una docencia digna, un docente en particular se extravía en la maraña del sistema educativo. Si en Colombia no se reconocen las escuelas, difícilmente podemos hablar del  reconocimiento  al  maestro.  Todo queda hasta el Premio Compartir que en los últimos años ha sido el único mecanismo de visibilización de los maestros de escuela. Lo demás —ir al salón y dictar clases, esperar la miseria de salario cada fin de mes, endeudarse con los bancos, asistir a las marchas, putear al presidente de turno, educar a hijos ajenos y malcriar a los propios, repetir mil veces los mismos temas y esperar que pasen los años para pensionarse— transita así: lento y discreto, como si no se hiciera, como si nadie lo viera.

Si algo define a la profesión docente es el ritmo de vida cíclico. El calendario, las clases, los conflictos, todo siempre se repite. Así, durante los treinta y siete años que tiene de estar trabajando en la sede San Roque, Cleotilde Susana, como la bautizó su madre, ha cumplido sin mácula su ritual de asistir a clases. Con la fragilidad de los años camina las pocas cuadras que separan su casa de la escuela. Al entrar al salón, recorre con una mirada lánguida cada rincón de su salón de tercer grado. A las seis y media de la mañana una treintena de muchachitos paliduchos y astrosos empiezan a ocupar sillas y pupitres. La voz aflautada de la seño Susana se filtra a través del caos y logra en pocos minutos instaurar orden y silencio.

Los estudiantes de la sede San Roque son de los más difíciles de Sahagún, municipio ubicado al suroccidente del Caribe colombiano. Se juntan en ellos la pobreza, la desnutrición, la ignorancia de los padres y la agresividad que provoca vivir en medio de la marginalidad y el desafecto. Aun así, la seño Susana supo amoldarse a las nuevas generaciones, y la clave fue la ternura porque, como ella misma dice, “los niños que se tratan mal, terminan tratando mal a sus compañeros”.

La seño retoma la compostura del inicio de la entrevista y continúa.

—Es duro. No me quiero ir. Me da mucha nostalgia. Pero ya a la edad de uno es bueno descansar. Eso sí, me voy muy agradecida con Dios, con mis compañeros y con la rectora.

La seño Susana le debe su vida a la docencia. Gracias a ella encontró a su esposo, el profesor Toño. Gracias a su trabajo educó a sus tres hijos y a más de un sobrino. Con la docencia se ganó el respeto de padres, estudiantes y colegas. Y eso no es fortuito.

Cuenta la seño Susana que el destino docente se lo marcó su madre. “Yo me voy para Sahagún con mi hija y la voy a poner a estudiar. Mi hija tiene que ser maestra”, decía doña Cleotilde. En aquella época vivían en Morrocoy, zona rural de Sahagún. La seño Susana era la menor de ocho hermanos y todos habían hecho una irregular educación primaria en la escuelita de la vereda. Su madre, llena de valor, dejó su finca y se llevó a su última hija para Sahagún. La seño cuenta que escuchó muchas veces a su madre relatar la historia: “Todas mis hijas se casaron jovencitas, pero esta no. Esta me la voy a llevar para Sahagún porque allá va a estudiar”.

Ya en el pueblo, la seño Susana cursó la primaria en el colegio Sagrado Corazón de Jesús y años más tarde saltó a la Escuela Normal para Señoritas. Allí se graduó como maestra.

—¿Seño, y en aquella época cómo veía la gente al maestro?

—El maestro era un personaje insigne del pueblo; junto al alcalde y el sacerdote eran los más importantes.

“Los tiempos cambian”, pienso mientras la escucho hablar.

Segundo

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Sahagún  es  un  pueblo aburridamente feliz. No tiene montañas ni ríos. No sufre por un deslizamiento de tierra ni por una inundación. La mayoría de la gente muere en la vejez o por un cáncer letal. Nadie aguanta hambre más allá de una mañana. Los indigentes se cuentan con dígitos. Locos, hay dos o tres. La delincuencia está ligeramente controlada, y salvo por uno que otro ladrón avezado, la mayoría roba una cartera, un celular o las ollas que la vecina olvidó guardar la noche anterior. Asesinatos, ocurren máximo diez al año. Jamás ha sufrido ataques o atentados masivos de la guerrilla ni de los paramilitares. Los políticos roban con total holgura y los curas callan con estúpida impunidad. Los niños pobres van a escuelas públicas y los ricos  a  escuelas privadas. Aunque ya hay agua, esta llega cuando se le antoja.  Por todo esto, en Sahagún un docente puede cumplir, sin mayores angustias, su deber principal: enseñar.

Los maestros, sin embargo, no siempre son una figura pública positiva. Aunque no es exclusivo de Sahagún, el maestro de aquí es un autómata del oficio. Y es quizá por el mismo aire de conformidad y sosiego que se respira en las calles del pueblo.

El maestro va a la escuela, pero no se cuestiona; prefiere cuestionar a los otros. Enseña, pero no hace nada por aprender. Habla sobre investigación, pero no investiga. Entra al aula, pero no vive la clase. Dice cómo se deben hacer las cosas, pero no las hace. Y esto aunque no es regla general —pues siempre habrá docentes buenos y malos—, ocurre.

La infraestructura de los colegios públicos de Sahagún la envidiaría cualquier otro municipio de Colombia. Aquí hay de todo: computadores, hasta para prestarle al vecino; sillas, incluso para alzar las piernas; tableros; marcadores; televisores de alta definición; proyectores; colecciones de libros. Digo esto porque algo pasa cuando en las aulas pasa el tiempo. Muchos de los jóvenes colombianos no logran llegar a la educación superior. En Colombia anualmente se gradúan como bachilleres cerca de seiscientos mil jóvenes y de ellos solo el cuarenta y siete por ciento accede a una carrera profesional o técnica.

Pero medios para poder estudiar, aunque muy escasos, existen y excelentes estudiantes en las instituciones públicas también. Pero las ganas merman, los proyectos se embolatan y las aspiraciones se pierden conforme van pasando los años en los salones de clases. Ese perderse en el futuro, ese embrollarse en la hojarasca inicia en un momento determinado. Y la educación primaria es ese momento. De la primaria salen los deportistas, los científicos, los artistas. Es ahí donde se siembra la semilla. El maestro de primaria, entonces, debe ser sensible: intuir la potencialidad del niño, proyectarlo hacia el futuro, llenarlo de confianza.

— ¿Seño, qué siente cuando ve pegando bloques a un muchacho que fue su estudiante?

Me responde, como suele, con una anécdota.

—Precisamente en estos días estaba sentada en la puerta de la casa conversando con mi esposo y pasó un muchacho que iba uniformado de policía. De policía de palito, como dice uno. Él fue mi estudiante y era muy inteligente, pero también muy pobre. Yo le dije a Toño: “Ay, Dios mío, yo pensé que ese muchacho estaba en la universidad estudiando”.  Y Toño me respondió: “No, si él se metió fue de policía”. Y, mire usted, ese muchacho bueno no pudo presentarse nunca en la universidad y allí está él: de policía de palito.

Si un chico pobre desea ser profesional primero debe pasar el filtro de selección de una universidad pública. Estas escogen el treinta o cuarenta por ciento de los aspirantes. Después, el estudiante debe sufrir mínimo cinco años entre talleres, parciales y mucha hambre. Si un chico pobre desea ingresar a la policía sabe que, de ser escogido, en año y medio puede obtener el cargo de patrullero. Un chico recién egresado de la universidad demora entre seis meses y un año en conseguir su primer empleo y el joven policía sabe que desde el día después de la graduación empieza a ganar billete.

Pero entrar a la policía no es fácil. Sobre todo, cuando no se tiene dinero para pagar un curso que cuesta varios millones de pesos. Por eso para entrar a la escuela de patrulleros, muchos jóvenes pobres entran primero como policías auxiliares para pagar el servicio militar obligatorio. Policías de palito, los llaman popularmente porque su única arma es una macana.

El policía está en las antípodas del profesional. Mientras el uno es la fuerza y la celeridad, el otro es el estudio y la constancia. Quizá por eso la seño Susana asumió como triste el destino de su estudiante ejemplar. Ella me dice que conversa mucho con sus niños sobre el futuro. Y para motivarlos suele narrarles la historia del expresidente Marco Fidel Suárez. Cuando estuvo en Bello, Antioquia, la escuchó y hoy la utiliza para explicarles el valor de la educación. Les habla del origen humilde del expresidente y de la curranchita de techo de palma y piso de tierra donde vivía con su madre y su hermana. Les dice que la mamá lavaba ajeno y hacía galletas y empanadas para que él las vendiera por la calle. Después de vender, Marco Fidel regresaba corriendo para ir a la escuela. “La clave es la dedicación y el interés en el estudio”, me dice la seño. Remató su historia contándome una anécdota particular sobre el presidente: una vez el niño Marco Fidel no tenía un lápiz para escribir en el colegio. Fue a una tienda y se lo pidió fiado al tendero del pueblo; “mire, se lo pago cuando sea presidente”, le dijo. Con el paso de los años, Marco Fidel regresó siendo presidente de Colombia y saldó su deuda con el viejo tendero.

—Yo he tenido muchos estudiantes buenos sin oportunidad de estudiar en una universidad —me dice la seño con gesto de frustración—. Eso es muy penoso.

Tercero

La mañana del quince de septiembre la sede San Roque de la Institución Educativa Andrés Rodríguez B. suspendió sus actividades académicas. Esa mañana las clases fueron reemplazadas por una eucaristía y por actos culturales. El motivo era uno: el cumpleaños de la seño Susana. A la celebración asistieron los colegas de la sede, los padres de familia y los estudiantes. Estuvieron también la rectora María Sierra y los coordinadores. La misa fue emotiva y los actos culturales sobrios y planeados en la marcha. Un niño cantó unos versos desafinados en honor a la seño. Otro recitó un irregular poema escrito para la ocasión. No faltaron los discursos improvisados de agradecimiento. Llanto y aplausos fueron uno solo esa mañana.

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Por la noche se realizó una cena especial. Allí estuvimos los docentes de las tres sedes del Andrés Rodríguez B.; excompañeras de trabajo de la seño Susana y familiares de los Bula Hoyos, el matrimonio que había conformado el profesor Toño con la seño Susana. La celebración se hizo en una sala amplia y ornada honrosamente. Unos globos aquí, unas cortinas allá le daban a la celebración un esmero que coincidía con la delicadeza y decoro de los asistentes. Volvieron a aparecer las lágrimas, los aplausos y los abrazos. Los sobrinos de la seño, por la ausencia obligada de los hijos, leyeron una carta de gratitud que parecía más un discurso fúnebre. No solo se celebraban los sesenta y cinco años de la seño Susana, también sus casi cinco décadas de trabajo docente. Todo empezó en el colegio El Carmen de Planeta Rica e iba a terminar varias semanas después en el que en su momento fue el Centro Docente San Roque y hoy la sede San Roque de la Institución Educativa Andrés Rodríguez B. Aquí estuvo los últimos treinta y siete años.

Al San Roque llegó cuando el colegio funcionaba en La Capilla. En esta cincuentenaria construcción, aún en pie, estudié mi preescolar a comienzos de los noventa. Recuerdo claramente el patio lleno de maleza, los niños desperdigados y el rostro jovial de la seño Susana y del profesor Toño. Ninguno de los dos fue mi maestro.

Antes de llegar aquí, la seño Susana trabajó en el corregimiento Las Llanadas, zona rural de Sahagún. Allá llegó —me dice— después de trabajar un año en un colegio privado de Planeta Rica.

—¿Usted recuerda su primer sueldo?

—¡Ah, claro! En el bachillerato yo tenía un profesor, el profesor Piña. Recuerdo que en once grado él nos decía: “estudien, niñas, terminen rápido. Miren que un profesor hoy en día se está ganando mil pesos”. Y al año siguiente, cuando me fui para Planeta Rica, la dueña del colegio donde llegué a trabajar, nos daba la alimentación y nos pagaba mil pesos libres. Fue entonces cuando le empecé a comprar los muebles a mi mamá.

El nombramiento en el sector público lo consiguió por medio de un político de la época. El contacto lo hizo su hermano quien la llevó directamente a hablar con el secretario de educación de Córdoba.

—Nómbreme tres partes donde usted quiera trabajar —le dijo el secretario.

—Le mencioné el municipio de Chinú y los corregimientos de Colomboy y Las Llanadas —relata ahora la seño Susana. Finalmente escogió Las Llanadas.

En Las Llanadas, la seño Susana trabajó durante varios años. Después fue trasladada al colegio Las Mercedes y por último al San Roque. Como el profesor Toño también trabajó y se pensionó aquí, le pregunto por el lugar y las circunstancias en que se encontraron.

—Nos conocimos allá en Las Llanadas.

— ¿En Las Llanadas?

—Esa es una anécdota —sigue contándome, con pícara nostalgia—. Allá todas éramos mujeres. Y no había un hombre que diera la educación física. Entonces, por la fecha llegó al colegio un supervisor de la secretaría de educación. El hombre revisó procesos, visitó salones y conversó con nosotras las maestras. Y entre las muchas necesidades del colegio, mis colegas y yo solo atinamos a pedir un maestro para que nos ayudara con la educación física. “¿Por qué no nos mandan un profesor para acá?”, le pedí al supervisor. “Manden  un hombre que acá no hay un solo maestro”, le repetí. Y entonces mandaron a Toño.

Cuarto

Yo conozco muy bien esta escuela: aquí estudié el preescolar y la primaria. Conozco sus maestros. Varios de ellos fueron mis profesores. Conozco los estudiantes. Sé de dónde vienen, de qué barrio, de qué sector. Conozco a los padres de familia. Muchos de ellos fueron mis compañeritos de salón; otros, mis amigos de barrio. Sé la precariedad con que han vivido ellos y sus hijos. Sé que a muchos nunca les gustó el estudio y por eso hoy se dedican a ganarse la vida como albañiles, verduleros o mototaxistas. Otros que sí tuvieron vocación y disciplina para el estudio no los acompañó la suerte. La suerte pocas veces está del lado de los niños que estudian en los colegios públicos de Colombia. El futuro les viene signado: estudia la primaria y termina el bachillerato. Después Dios proveerá. Y casi siempre Dios no provee. El sistema está hecho para que muchos lleguen hasta aquí. El eterno baile de los que sobran.

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Insisto, conozco a los niños de esta escuela: muchos son buenos estudiantes y, lo mejor, buenas personas. Pero crecen y se pierden. Ahora que he vuelto, diecisiete años después, solo he recordado una parte olvidada de mi vida. En cada niño he visto un pedacito de lo que fui. Aquí elaboré una primera idea, muy lánguida por demás, del amor; aquí me frustré como bailarín e inicié mi vocación por la lectura y los libros. Volví y el panorama que encontré fue el mismo, barnizado por el desgano que producen los años en la gente. Quizá los profesores no lo digan, pero la hastiosa sensación del deber cumplido merodean las paredes de este colegio.

La mayoría de los docentes de la sede San Roque están pensionados, pero por ley siguen vinculados al magisterio. Seguirán trabajando hasta que cumplan los sesenta y cinco años. Varios de ellos reciben, además de su salario mensual y de su pensión, la media pensión de gracia que el gobierno les otorgó un par de décadas atrás como desagravio por tantos años de olvido estatal.

Muchos de los docentes que están en esta condición son criticados. Les dicen que no aportan al sistema y solo están por la plata. Que no cambiaron sus prácticas ni sus métodos de enseñanza. Que están perjudicando a los estudiantes y deberían quedarse en una hamaca resolviendo crucigramas. A pesar de la crítica, siguen aquí esperando la edad límite. Unos están aún con deseos de enseñar; otros, con el peso de las deudas y los compromisos familiares.

Cuando cuestiono a la seño Susana por esto, me dice que siguió aquí por amor al oficio y a los niños. Si hubiera querido irse lo habría hecho años atrás tal como hizo el profe Toño. El profe Toño perdió la paciencia necesaria para enseñar, y un par de años antes de sus sesenta y cinco decidió retirarse. “Hay que darle la posibilidad a otros que no tienen trabajo”, señalaba él. Hoy va de su finca a la casa y de su casa a los programas de Discovery Channel, realizando en la televisión su sueño imberbe de ser astrónomo.

La seño, por el contrario, siguió trabajando porque su vida y la del San Roque se cuentan juntas. Y lo hace aún con la dedicación y serenidad de un filigranista, a pesar de la insolencia y la desidia que contaminan a buena parte de sus estudiantes.

—Yo me di cuenta que no era con violencia como debía tratar a los niños—me dice—, sino con ternura. Aquellos niños que se tratan con agresividad terminan siendo agresivos. Hay que darles ternura para que ellos den ternura.

—Pero muchas veces la ternura no funciona.

—Pues, cuando ellos están haciendo desorden yo me callo. No los grito. Los miro y ellos mismos se dan cuenta de su actitud.

El amor de la seño Susana por los niños del San Roque se patentó en una forma de enseñanza que desterró el maltrato, la palabra autoritaria y el grito desbocado. Por eso mismo, sufre cuando al maestro no se le trata con respeto, cuando un padre de familia llega al salón a denigrar de un colega. Y aunque nunca le ha pasado, sí ha visto cómo a más de un compañero lo ultrajan delante de los estudiantes.

—Hay padres que no reconocen la importancia del maestro —comenta con tono lastimero—. Tratan al maestro como si fuera poca cosa, como si no valiera.

—¿Seño, por qué es importante el maestro?

—La docencia es la primera profesión en el mundo, porque no hay un presidente que no haya pasado por las manos de un maestro. Y como tal, esa profesión merece más estimación, más aprecio.

Quinto

Enseñar en primaria fue durante mucho tiempo una labor confiada a las mujeres. En cada pueblo existe la leyenda de una matrona que estoica y desinteresadamente enseñó a leer y escribir a generaciones completas. Pero eran otros tiempos. Ahora es común encontrar en las aulas a docentes más interesados en el salario que en el aprendizaje de los estudiantes. Alguna vez escuché la historia del profesor que insultaba a sus estudiantes porque estos no se aprendían la lección. Él, ofuscado por la desidia, terminó lanzando esta frase: “Allá no entra”, dijo señalando la cabeza de un estudiante, “pero acá sí”, remató mientras metía su mano en un bolsillo.

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La labor del docente se comprende mejor cuando nos apartamos de los interminables vademécum sobre pedagogía y nos internamos en su vida. Una maestra como la seño Susana no puede ser vista como un individuo aislado. Llegar al retiro forzoso y seguir enseñando con paciencia y con entereza era mérito suficiente para escribir esta crónica. Los grandes personajes no son los que alcanzan gestas asombrosas, sino los que cumplen hasta el último día la función que se les encomienda.

Si cada año recibió en promedio treinta o treinta y cinco estudiantes, al final del servicio, la seño Susana educó a más de mil quinientas almas. ¿Cuántos de ellos dejaron de ser Los olvidados de Buñuel; cuántos, Los condenados de la tierra de Fanon?

Jamás visité la casa de la seño Susana para la entrevista. Hemos hablado en un salón de paredes renegridas por la mugre y el sudor. Es el aula de todos los días, el pupitre de cada mañana. Desde este rinconcito organiza a los estudiantes, planea las actividades y toma nota en su cuaderno de asistencias. Se pone de pie para escribir en el tablero, atender a un padre de familia, corregir la tarea y, cuando es necesario, reprender a un estudiante cerril. Ir y venir, así se va la mañana. Después del recreo el salón de clases huele a madera húmeda y a caucho. La solana hace imposible el trabajo. Treinta muchachitos hambrientos, derretidos y sin ganas de aprender esperan que la mañana pase y el timbre de las doce suene. Ella trabaja sin tregua, aunque también espera el timbrazo.

Recientemente la he visto un par de veces. La primera de ellas fue frente a su casa, cuando apenas iniciaba la escritura de la crónica. No había ruido ni pupitres ni niños quejándose. Era una tarde sobria que empezaba a ganarle la batalla a un sol brutal. Se notaba tranquila. Supe que había ido un par de veces al colegio a saludar a sus niños y a los otros profesores. No conversamos mayor cosa. La última, fue saliendo de la alcaldía de Sahagún. La supuse en las diligencias para obtener la cesantía. Esa mañana el profe Toño la acompañaba. Como el estudiante que ha hecho bien la tarea, le mostré el primer borrador de esta crónica.

—¿Todas esas hojas? —me preguntó asombrada, tal vez dudosa de que su vida ocupara más de una cuartilla.

—Aún faltan dos partes.

—Déjame ver un poco—. Pasó la vista por las hojas rayadas hasta detenerse en el título. Noté en ella un asomo de felicidad.

—El feliz retiro forzoso de la seño Susana —susurró.

Me devolvió las hojas y se alejó sonriente. El profe Toño ya iba unos pasos adelante.

by: LAS 2 ORILLAS.