Hoy, con las enormes diferencias etiológicas, algunos países intentan escribir la historia de una forma distinta, más humanista. En el pasado, algunos grupos veían con buenos ojos no hacer más esfuerzo que el de dejar a los infectados morir en nombre de una “normalidad” que solo existía en las ideas desveladas e inescrupulosas de unos pocos.
Algunos consideraron que la enfermedad era una clase de justicia divina; otros descartaban su existencia. La “supuesta normalidad” mató a muchos y continúa marginando a demasiados hasta la actualidad. Recientemente, tanto en Argentina como en España, un grupo de personas se manifestaron en nombre de la “libertad” abogando por una normalidad que no existe más. Sobre los manifestantes hay que ser muy claros, un grupo lo hicieron con consignas casi partidarias, mayormente argumentos inverosímiles y con alegatos conspiranoicos. Nadie con juicio cree que estos argumentos sean remotamente válidos, pero algunas personas cuentan con arrogancia suficiente para ejercer la brutalidad.
Otros ejercieron un reclamo lícito y comprensible, el cual debe ser entendido sin fanatismos. El abordaje integral continúa siendo imperioso y exige repensar las dificultades que implica una cuarentena prolongada. Atacar a un comerciante o a un pequeño empresario, que se manifiesta porque teme ir a la quiebra o quedarse sin sus ingresos, es absurdo. Por el contrario, más allá de las ideas que tengamos, exige una posición solidaria con ellos porque también son parte de los que padecen la coyuntura actual.
Por lo tanto, ejercer el derecho a manifestarse es bueno, lo cual no significa que todas las consignas sean válidas. Los slogans vacíos y la verborragia de algunos pocos a favor de la desobediencia civil, es simplemente una borrachera de indignidad e inconducta que da más pena que miedo, pero esconde algo que define a las sociedades, antes y ahora. Por alguna razón, cuando se trataba de pocos casos, esencialmente importados, había cierto nivel de consenso en las medidas. Si bien ese consenso todavía existe, cuando el virus empezó a atacar en los barrios populares, apareció la agenda de la desobediencia civil. Por lo tanto, en la cabeza de una parte de la sociedad, el sacrificio vale más la pena por unos que por otros enfermos.
De la misma manera, el estigma del HIV sigue manifestándose fuertemente hacia las personas que conviven con él; un porcentaje importante de la sociedad -por desconocimiento o por la mala información que posee- sigue discriminando, lo que imposibilita que la mayoría de las personas con VIH puedan visibilizarse como tal. Evitar retroceder casilleros es central para superar las pandemias.
Por si no queda claro, todo el mundo tiene derecho a manifestar su desacuerdo, pero incluso el “dejar hacer, dejar pasar” tiene sus propios límites, porque se reconoce que el rol central del Estado es proteger la vida de las personas. Si el ejercicio de la libertad pone en riesgo concreto y directo la vida de otras personas, entonces no es libertad, es coerción.
No se tiene memoria de otra oportunidad donde ciertos países hayan volcado tantos recursos en salvar, en proveer de cuidados y en buscar una cura para sostener la salud de su población. Al mismo tiempo, los damnificados en términos económicos, cuyo reclamo es válido, no tienen por qué mezclarse en bolsas que no le son propias.
Las lecciones de la pandemia del HIV, cuando se inició, hace 39 años, deben ser valoradas. Los dos virus existen: el HIV es tratable. Con adherencia al tratamiento, el virus es indetectable en la sangre y por consiguiente es intransmisible; el Covid-19 no tiene tratamiento indicado hasta el momento, tampoco tiene cura, y es potencialmente mortal para cierto grupo de personas. Esperemos que la fantasía de normalidad de algunos, con o sin razón en su reclamo, esta vez no implique poner en riesgo a los otros.