En Momil, un pueblo de la ciénaga grande de Córdoba, una familia ha llevado a cuestas un destino trágico. Esta crónica parece extraida de Macondo.
Por: Luisa Suárez Martínez*
El rumor había corrido tan rápido como los ventarrones de esa noche fría del 28 de diciembre. En Momil ya era famosa la historia de los hermanos suicidas, pero, aun así no dejaba de sorprender la muerte de Hugo Daza pues ya había alcanzado a vivir más que sus hermanos.
En la entrada de la pequeña casa de material a medio hacer con techo de palma y ventanas a las que solo protegían tres barras de hierro, estaba reunida una turba de curiosos que no dejaba de repetir aquellos ruidos de pueblo que desde años atrás ronroneaban en los odios de la familia: “lo tienen en los genes” decían algunos jóvenes, “están malditos” insinuaban los hombres, “el espíritu que vive aquí les dice que se maten”, murmuraban las ancianas, pero después de pronunciar la última palabra desconfiaban de su teoría. Nadie estaba seguro de lo que ocurría, del porqué los hombres de esa familia terminaban matándose de forma similar y en el mismo lugar donde crecieron.
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En este pueblo añejo, de calles polvorientas y de aire pasivo, cercado por la Ciénaga Grande de Córdoba y enmarcado por el mítico Cerro Mohán — que pareciera guardar con fervor todas las historias de aquellos que han vivido ante sus ojos—, ya es costumbre nacer en hogares grandes como el de doña Ofelia y don Rodolfo. Ella, encargada de la casa y él, un jornalero que vivía entre el monte y el pueblo, labor que le heredaría a sus hijos, seis hombres y dos mujeres que nacieron en una humilde vivienda hecha de barro y palma pintada con cal, en el barrio la floresta, del municipio de Momil.
Su infancia no era distinta a la de la mayoría de sus vecinos, todos trabajaban desde pequeños y no terminaron sus estudios, a duras penas alcanzaron la primaria, a excepción de Olga, la menor de los ocho que se graduó de bachiller.
Los varones — que no superaban los tres años en diferencia de edades — acompañaban desde corta edad a su padre, un hombre serio y de pocas palabras que cargaba siempre un machete colgado de su cinturón. Según dicen las voces del pueblo, eran personas serenas y buena gente, nunca se escuchó de algún ‘bololo’ que los involucrara, eso fue hasta el fatídico día del año 96.
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Mario Daza era un hombre alegre y coqueto, para cada fiesta que celebraban en el pueblo elegía su mejor pinta, la única que tenía, un pantalón café de drill que combinaba con una camisa blanca y unos zapatos negros brillantes del betún, una vez vestido salía sintiéndose el más elegante del lugar. Con él empezó todo.
Dentro de su rutina existía una de las prácticas más comunes de Momil, cazar los pisingos que constantemente posan en la gran Ciénaga, para así poder disfrutar de un platillo apetecido en la zona. Cargaba con cuidado la escopeta con la que atrapaba a las aves una vez por semana, acompañado de un grupo de amigos siempre regresaba con uno o dos animales que dejaban el rastro de sangre sobre la arena suelta del camino. Nunca dio señales de ser un hombre desgraciado, ni de tener algún problema en la cabeza, ni siquiera se pensó que esa noche, cuando todos dormían, Mario saliera al patio con la escopeta en la mano, esa misma que cargaba con tanto cuidado y con la que termino dándose un tiro en la cabeza. En el fondo aún se divisaba el rastro de la luna como si fuera la única presencia en el cielo poco iluminado. Según dicen se sentó en un taburete, colocó la cantonera de la escopeta en el suelo y apoyó su mentón en el cañón.
Se entrelazaron los ladridos de los perros y el aleteo de las aves que se alejaban espantadas por el ruido. De un brinco despertaron en los cuartos, Hugo fue el primero en salir y Olga, quien en ese tiempo tendría 17 años, solo recuerda que en ese instante el sol se asomó y el destello encegueció sus ojos, sin embargo no dejaba de mirarlo. Entre el llanto de su madre, los gritos de sus hermanos y el gemido de su padre, ella seguía ahí, de pie, descalza en mitad del patio mirando al cielo, con miedo de ver la escena que su mente ya imaginaba.
Nadie comprendía, vislumbraba o suponía algo, nadie se atrevía a decir nada, nadie, absolutamente nadie. El silencio opaco las calles, era un hecho extraño y poco común en el pueblo, el primero de una historia atípica que ha despertado tantas especulaciones y que se ha convertido en un cuento anecdótico de los momileros.
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Dos años después la historia se repitió como un déjà vu, pero esta vez no dio aviso inmediato.
Como ya es natural, las personas despiertan para acompañar el amanecer. A esa hora las mujeres mueven con entereza la escoba de baritas que despeja el suelo de las hojas de los árboles que dan sombra y son el alivio al calor del medio día. A los Daza los alivia la sombra del tamarindo que tienen en el patio. En una esquina de la cerca que divide la propiedad de los vecinos, está el árbol inclinado sobre el rancho de palma donde tienen la cocina al aire libre, en la rama más bajita de ese palo se encontraba amarrada una cabuya, tenía un nudo poderoso hecho por las manos de quien colgaba de ella, Gustavo, que con treinta y cinco años decidió acabar con su vida de una manera más elaborada que Mario.
Aún lo recuerdan como un hombre serio, introvertido y poco hablador, aunque era el mayor no había formado una familia, ni se conocía de alguna enamorada, era solitario y bohemio, tal vez por eso en el fondo existía una leve sospecha de que si tuviera una razón coherente para hacerlo después de haber visto a su hermano tomar la misma decisión.
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Catorce años pasaron, y el escándalo de esas dos funestas muertes parecía estar acompañando a los difuntos en el olvido. La familia creció, Hugo en la vida de monte que llaman, conoció una mujer oriunda de un pueblo vecino, de ella se enamoró y se la llevo a vivir a la casa de sus padres. De esta unión nacieron tres hijas, Sindy en 2002, Diana en 2007 y Judith en 2009. José y Jaime, los dos menores, no salían de las fincas, Olga y Rosa también se casaron. Vivían todos en el mismo sitio, ellas dos construyeron sus casas a cada lado del hogar de sus padres. Todo parecía estar normal, incluso Antonio, el cuarto de los varones que aunque no había seguido el ejemplo de sus hermanos parecía llevar una vida normal, era como cualquier otro, estaba lleno de amigos con los que le encantaba irse al billar del pueblo a tomar ron de vez en cuando, pero lo que sucedería después acabaría con afirmar que los Daza viven en medio de desgracias.
Era tan raro que volviera a ocurrir después de tantos años, “Antonio, ay Antonio ¿Por qué?” era lo único que decía su madre recostada en una silla con un pañuelo que tapaba su rostro deformado por la tristeza. La ansiedad de saber los motivos por lo que esto sucedía recorría el cuerpo hasta enterrarse en los huesos de todos. Ninguno daba una señal, o tal vez si pero nadie la reconocía, ¿Qué podía haber pasado?, la incertidumbre, la confusión, el temor, la tristeza; todo lo malo estaba en esa casa, los murmullos parecían rezos de una multitud que atravesaban las delgadas paredes, ¿Por qué Antonio de un momento a otro se colgó del mismo árbol donde su hermano murió? Hasta hoy parece ser que el tamarindo es el único testigo que sabrá lo que ocurrió, si dudaron en hacerlo, si lloraron, si hablaron, si algo.
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No se podía hacer nada más que seguir a delante, pero otra situación los detuvo, al año a doña Ofelia ya sin fuerzas por la vejez le diagnosticaron cáncer, no se podía hacer nada, estaba consumiendo su cuerpo poco a poco, la tumbo en la cama y cada vez la luz de ese hogar se opacaba más. A don Rodolfo un hombre fuerte pero cansado, lo sorprendió en una hamaca el infarto que acabo con su vida y meses después el cáncer y la tristeza consumieron a doña Ofelia. De esa familia grande ya quedaba poco, la única esperanza que aún recorre la casa es la alegría e inocencia de los nietos que andan libres revoloteando por los rincones de ese lugar que solo logra trasmitir angustia.
La relación de Hugo con su mujer ya no era buena, ella se alejó con la excusa de buscar trabajo en una ciudad con buenas oportunidades y sin ningún reparo dejo a sus hijas cuando la menor aún tenía cinco años. Desde ese entonces las niñas se convirtieron en “el mayor tesoro que alguna vez pudo haber tenido ese hombre”. Andaba en bicicleta de finca en finca rebuscando la plata para sus hijas, no dejaba que cualquiera se acercara a ellas, si alguna estaba en un sitio que no fuera en el barrio siempre patrullaba el lugar montado en esa bicicleta destartalada y sin frenos de la que casi nunca se bajaba, sobre todo si se trataba de Sindy, la mayor que ya es una jovencita a la cual tenía que evitar que algún muchacho bueno o malo se le acercara.
Hugo era famoso por cuidar tanto a sus hijas, pero no evito que fueran testigos de una escena que seguramente las acompañara toda la vida.
El diciembre del 2016 parecía ser uno como cualquier otro, de nuevo no se había presentado algo raro.
La noche del 28 transcurría con exagerada tranquilidad, en las puertas el crujido de las mecedoras, el viento frio, y el cielo tan despejado que dejaba a la luna alumbrar las calles solitarias, llenaban de paz a este pueblo que aún se reponía de las fiestas de navidad. Hugo con ojos cansados se levantó de su asiento, miró a su hermana, toco su hombro y solo dijo que iba a dormir, a sus hijas advirtió que ya era tarde, pero pidieron quedarse afuera un poco más, y con paso pesado se le vio entrar. Poco tiempo después Sindy sintió que debía ir a ver si su padre necesitaba algo, sin imaginar lo que se encontraría llegó a la habitación, la luz estaba encendida, y al abrir la puerta, la imagen más espantosa se le pareció, el cuerpo de su padre se balanceaba encima de la cama, los pies dieron su ultimo reflejo mientras ella caía arrodillada, perpleja, no sabe cuánto tiempo tardó en reaccionar, grito y corrió hacia la entrada de la casa. “Se mató, se mató” fue lo único que pudo pronunciar mientras se quebraba. Cuando lo bajaron ya era demasiado tarde, la cuerda ya había alcanzado a sacar algo de sangre, el llanto y los gritos alertaron a los vecinos que inmediatamente corrieron, unos por asombro, otros por solidaridad y otros solo para ver al muerto.
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En la mañana siguiente la casa se vistió de silencio para recibir a aquellos que acompañarían el adiós eterno de Hugo, no se vio brotar ninguna lágrima. Mientras sus hijas con rostro intacto repartían los vasos de café, recibían caricias y consuelo de ancianas que sentadas en mitad de la calle rezaban un rosario.
De nuevo había sucedido en frente de sus ojos. Esta vez era diferente, él tenía un propósito, sus hijas ¿Cómo si las amaba tanto decidió dejarlas solas?, ¿Qué explicación hay para esto? en realidad hay muchas, cada una por más extraña que sea parece real, porque en esta situación todo es posible, porque estos hombres parecen haber dejado su muerte en manos de la imaginación de las personas. Cada uno tuvo razones para hacerlo, cada uno se las llevó a la tumba.
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Pareciera que a los Daza se les “mete el demonio” dicen, ¿Qué se puede esperar de los que quedan? A José el demonio del licor lo hizo exponer la realidad que su mente acomoda, colérico corrió a coger la rula que tenía en la sala, en frente de todos los que se reunieron para observar el espectáculo amenazó con matarse, y a la vez que tambaleaba de lado a lado aseguró que su hermana se iría con él. ¿Serán solo locuras del trago, o simplemente locura de los Daza?
*Estudiante. Departamento de Comunicación y Cine, Universidad Jorge Tadeo Lozano.